No me gustan los aires de Barcelona. De
hecho, nunca me han gustado las grandes ciudades. No soporto las aglomeraciones
de gente. Me revientan las paradas cada cien metros por culpa de un semáforo. Odio
ese olor a tráfico estancado que invade todos los rincones de las grandes
urbes. Nunca me he fiado de los turistas que se pasean dando vueltas por la
misma manzana buscando rincones para fotografiar cualquier cosa. Detesto ver
como se tienen que pagar tres euros por una botella de agua en la Plaça Catalunya. Me aturde el calor
húmedo del metro. Me asquea tener que caminar esquivando a jóvenes armados con
palos selfie, y ando continuamente
asustado de que me robe la cartera algún carterista profesional. Barcelona es
todo esto y mucho más.
Pero luego, cuando bajo del tren, me
acuerdo de que Barcelona también es la ciudad de la eterna resistencia; la
ciudad cosmopolita que cada año atrae a millones de curiosos a sus numerosos
monumentos; la ciudad de Gaudí, de Lluís Companys y del Barça; la ciudad donde
nadie se fija en lo qué llevas puesto y donde la palabra “extranjero” ha
perdido su sentido; la ciudad de la paradoja y la ironía, donde los vendedores
del “Top Manta” venden bolsos de imitación delante de las tiendas oficiales; la
ciudad europea, donde los nacionalismos conservadores y las identidades rígidas
ya no tienen ni sentido ni lugar. Barcelona es la ciudad de los museos y las
exposiciones, de los conciertos y de las obras de teatro, del MNAC, del Palau de la Música y del CCCB. Sí, Barcelona
es también la ciudad del CCCB.
Porque entre todo ese estrés urbano, el
aparente descontrol perpetuo y esas idas y venidas de la miríada de personas de
todos los rincones del planeta, se encuentra la cultura, la cultura de una
ciudad que sustenta a la de toda una nación. Y, en el centro de esa cultura,
está el Centre de Cultura Contemporània
de Barcelona. Una ventana al mundo, inaugurada en los noventa, con el aire
de grandeza y la vitalidad propias de esa época, que permite en un mismo día visitar
una exposición sobre arte africano contemporáneo, escuchar un concierto de
música clásica y conocer al ganador de un Oscar. Aunque, seguramente, si
Jean-Luc Godard, un artista que en el CCCB habría encontrado su hogar, leyera
esta crónica, diría que me equivoco, que el CCCB no es cultura, no forma parte
de la regla: el CCCB es arte, es la excepción.
Alejandro Souren
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